«En un mundo de plástico y ruido, quiero ser de barro y silencio» Eduardo Galeano.

Desde hace unas décadas viene surgiendo una gran industria alrededor de la infancia. Una industria en la que me pregunto si hay demasiado “plástico y ruido” y poco “barro y silencio”, poco espacio para ser uno mismo, para ese lugar consciente, alegre, cálido y sencillo que siento que mis hijos necesitan para crecer.  La primera vez que pisé un Jardín de Infancia Waldorf, vi un rincón soleado con un entorno fértil y hermoso, adecuado para cuidar los primeros brotes de las semillas que serán las mujeres y hombres del mañana….

Más claro lo tuve cuando mi hija de cuatro años conoció a su maestra, el primer día de clase. Se agachó hasta ponerse a su altura, la miró a los ojos con una sonrisa radiante  y abrió los brazos. Mi hija se fue acercando poco a poco a ella hasta que se dieron un abrazo. “¡Qué ganas tenía de conocerte y qué bien lo vamos a pasar! ”, le dijo. En ese momento me sentí muy emocionada y agradecida de que alguien la recibiera de esa manera, una bienvenida llena de ilusión, de cariño y de conciencia en el camino que iban a recorrer juntas. Aunque los padres podemos quedarnos en el periodo de vinculación con los niños, en nuestro caso no fue necesario, ese momento fue suficiente para despertar la confianza y seguridad que un niño necesita para sentirse como en casa en el Jardín de Infancia.

De este Jardín mi hija no trae deberes, sino los bolsillos llenos de tesoros: piñas, palos, semillas, hojas secas… También trae dibujos, todos diferentes, llenos de colores, de líneas, de fantasía, con la fecha y el nombre cuidadosamente escritos por su profesora, como queriendo recordarnos que son importantes y que se los guardemos.

En este Jardín no hay notas ni informes sobre si se saben las letras, los números o los colores. La maestra me cuenta si ha estado feliz o habladora, si parecía tener sueño o si no ha tenido un buen día. Me dice con sinceridad y ligereza las anécdotas y los conflictos, sus encuentros y desencuentros, sus logros y sus asuntos pendientes, pero sin etiquetas, con confianza en sus fortalezas y con apertura a la maravillosa capacidad de transformación y cambio que tienen los niños.

En el sur llueve poco, pero cuando lo hace, el Jardín de Infancia es una gran fiesta en la que, bien cubiertos con sus botas y petos de lluvia, los pequeños exploradores disfrutan felices de la magia de la tierra mojada y de la música de los charcos.

En este Jardín no suena el “Cantajuegos” ni hay pizarras digitales, la voz de su maestra y su presencia es como el agua de una fuente inagotable de melodías de la que las que los niños beben a diario. Canciones populares, pentatónicas, acordes al momento del año, también de rimas y juegos de dedos, que luego en casa tararean sin parar.

De este Jardín mi hija trae frases llenas de fuerza, que se han convertido en refranes frecuentes en nuestro día a día como familia numerosa: “Al que le toca, toca, la suerte no se equivoca” dice cuando hay conflicto por el vaso azul. “Uno puede tener un ratito para enfadarse”, dice cuando algo le irrita.

En este Jardín, la respiración y el ritmo de la mañana  es armónico y completo, protegiendo a la infancia de la carga intelectual ya frecuente en estas edades. Un día tuve que ir pronto a recogerla y no quería marcharse sin escuchar el cuento, la narración con la que terminan cada día, que es como ese postre delicioso después de una comida saludable, pero que en este caso alimenta su mundo interior.

Por estas y otras experiencias, estoy convencida de que los primeros brotes de nuestra hija vienen acompañados de vivencias que atesora en su corazón. Confío en que son fuerzas e impulso para que , también en su vida adulta, pueda ser ella misma.

Carmen Saura, madre de la Escuela Waldorf de Alicante.